Ella, imponente, pavorosamente talentosa, a quién llamamos Friducha con amor, capaz de hacer de un lienzo crueles maravillas. Trascendente como ser humano, artista invaluable. Ardiente comunista y feminista dedicada a la causa, dicharachera, buen chef, extrovertida, muy valiente y dada a sus palabrotas. Bebía tequila como agua, según sus hermanas, cantaba canciones eróticas en la ducha y se reía de su propio dolor. Judía por herencia, atea por convicción. ¿Frida Kahlo? Nació el seis de julio de 1907 en la “Casa azul”, Coyoacán. Su nombre completo: Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, hija de Guillermo Kahlo, fotógrafo judío-alemán.
“A los seis años tuve mi primera cita con el dolor cuando la polio me atacó, retrasándome tres años de escuela y dejándome la pierna derecha más flaca que la otra; a los 18 años y no a los 16 como se creyó, me cité con el dolor por segunda vez cuando el autobús en el que viajaba junto a mi novio, chocó con un tranvía. Quedé en piezas como los pollos para freír.” Una vara de metal le entró por un costado saliendo por la vagina, haciéndole perder la virginidad “sin reproches” como ella solía decir riéndose. El suceso provocóle once fracturas en la pierna, la ruptura de la columna vertebral, la clavícula, dos costillas, la pelvis en tres partes y un pie aplastado. Hablaba del suceso siempre, entre triste y orgullosa durante todas y cada una de las comidas o fiestas con amigos. Sin embargo nada la detuvo, a pesar de haber quedado “como piltrafa”, cubierta de yeso y confinada a un aparato ortopédico, comenzó a pintar sus primeras obras. Su gran sentido del humor le hacía tomar sus vicisitudes con gracia y alegría.
Al recuperarse del accidente Kahlo buscó a Diego Rivera -“el panzón”- en la Escuela Nacional Preparatoria de la cuidad de México donde ella estudió y él pintaba murales. Le mostró algunas de sus obras solicitándole su opinión sincera y lo invitó a visitar la casa azul para ver el resto de sus pinturas. Fue así como Rivera empezó a cortejarla.
“Me di cuenta de que el hombre me gustaba, a pesar de ser mayor, bebedor, con cara de rana y para colmo comprometido con Lupe Marín, quién le celaba hasta con el aire.” Me confió durante uno de los fines de semana en que compré flores de colores para llevarle y alegrarle el encierro. Día y noche pasaba postrada en la cama, pobre. Cuando Diego se enamoró de Frida, echó a un lado a su amante (con la que tuvo dos hijos). A los 22 años, Kahlo contrajo nupcias con el muralista y también comunista, no sin que antes la enardecida Lupe Marín se fuera a hacerle un escándalo a Frida. “Fue todo un bochinche, Lupe se levantó la falda para gritarme que ella tenía más dotes para complacer a Diego.” Casi nunca contaba eso, siempre le dio vergüenza aquél “infortunio de borrachos”. El matrimonio Kahlo-Rivera se divorció a finales de 1939 para volverse a casar aproximadamente un año después.
Se decía que el divorcio fue causado por las constantes infidelidades de Rivera. “Siempre valoré mucho más su lealtad; Diego no sabe de eso, cogía con cualquiera, me sentí defraudada cuando se acostó con Cristina, mi hermana”. Con mirada cómplice y pícara decía la Kahlo mientras se acicalaba en cabello: “Estaba al tanto, no le daba tanta importancia pues me las supe arreglar también.”
Entre 1930 y 1933 la pareja vivió en Estados Unidos, donde Diego pintó murales en San Francisco, Detroit y Nueva York. Frida volvió a México únicamente por cinco semanas, tiempo que pasó en la casa azul a raíz de la muerte de su madre. A su regreso a México la pareja se instaló en una casa en San Ángel.
León Trotsky, héroe de la Revolución de Octubre exiliado del régimen stalinista soviético, consiguió en 1937 asilo político e invitación como huésped del gobierno mexicano, gracias a las gestiones de Diego Rivera frente al presidente Cárdenas. El matrimonio Trotsky vivió en la casa azul, en ese entonces propiedad de Guillermo Kahlo, los Rivera vivían en la casa de San Ángel. Durante la estadía del revolucionario, Frida y él compaginaron ideológicamente y vivieron además un escandaloso romance.
Contaba de sus viajes: “en Francia, André Breton, poeta y amigo llamó a mis pinturas `una bomba envuelta en cintas elegantes´ y Picasso me llevó a cenar”. Pero Frida jamás perdió su sencillez, se mostraba inmensamente accesible. Ataviada con trajes típicos, colmada de collares y anillos, era una mujer exóticamente atractiva. Tuvo numerosas mascotas, desde monitos y loras hasta un gato que se le dormía encima del pie que le sería amputado por gangrena.
Diego y Frida contrajeron matrimonio por segunda vez a principios de 1941, poco antes de la muerte del padre de Frida. “Acepté con la condición de que Diego me permitiera mantenerme económicamente yo sola”. El matrimonio se instaló de nuevo en la casa azul. En aquella época recibieron distinguidos visitantes, entre ellos figuraron amistades como Concha Michel, Dolores del Río, María Félix, Lucha Reyes y Chavela Vargas.
En el año de 1943, a sus 33 años de edad Frida fue nombrada profesora en la Escuela de Pintura y Escultura de La Esmeralda; al poco tiempo dejó se asistir a causa del estado de su salud y sus alumnos se trasladaron a Coyoacán para recibir sus lecciones. El grupo se redujo a cuatro jóvenes apodados “Los fridos”, a los que instalaba en el jardín de la casa con sus caballetes, o acompañaba a pintar a sitios cercanos.
Frida expuso en tres ocasiones. Organizó las exposiciones de Nueva York de 1938 y de París de 1939. En abril de 1953 expuso por primera vez en la galería de Arte Contemporáneo de la Ciudad de México. Dado que su salud iba de mal en peor, Frida hizo que la llevaran a la galería a bordo de una aparatosa ambulancia con las sirenas prendidas. Echada en una camilla con el porte de una reina, brindó, bromeó y cantó con sus admiradores, la exposición fue un éxito.
Tras la exposición, Kahlo tuvo que soportar que le amputaran la pierna derecha hasta la altura de la rodilla. “Mejor así, apesto a perro muerto o puta sin lavar” bromeaba. La amputación le sumió en una fuerte depresión, intentó auto eliminarse dos veces, pero fracasó.
Su historia es muy triste, pero bien apasionada a la vez. Nunca dejará de sorprenderme su increíble fuerza. A raíz de su nueva peripecia fui con mamá a visitarla el pasado cinco de julio, mi madre habló con Cristina, Frida está grave. Al igual que el día de su exposición en la galería de Arte Contemporáneo, hizo que en cama la llevaran a unirse a la manifestación contra la caída del gobierno izquierdista de Jacobo Arbenz de Guatemala. ¡Lo comunista no se lo quitaban ni aunque llovieran meteoritos! Esa Friducha no tuvo pudor, apenas comenzaba su recuperación de la bronconeumonía y desobedeció las órdenes del médico de nuevo. Jamás olvidaré la última vez que hablé con Frida.
Eran las cuatro o cinco de la tarde, la luz del sol era amarillo ocre, todo de oro parecía en la ciudad a esas horas. Cristina nos recibiría en el vestíbulo de la casa azul. Mi madre insistía en ver a Frida, creía que en cualquier momento sería la última oportunidad de verla. Ante nosotros (mi madre y yo) celosas las puertas de madera en la entrada. Tocamos, abrió Cristina. Había sonrisas en su rostro, pero la solemnidad de la absoluta resignación la invadía ya.
El patio del inmueble, como de costumbre, estaba lleno de colores, flores, adornos y esculturas; como de puntitas, con el estilo más elegante que conozco, un pavor real caminó al rededor de los cactus. La casa estaba decorada con artículos de arte popular mexicano: exvotos, judas de carrizo y papel encolado, juguetes de feria, muebles de ocote y oyamel, muertes de yeso, de alambre, de cartón, de azúcar, de papel de China; papeles recortados, petates, sarapes, huaraches, flores de papel y de cera, tocados, matracas, piñatas y máscaras; fotografías de seres queridos, armarios y repisas con figuras prehispánicas. Estaba viva, la casa estaba viva igual que Frida Kahlo.
Íbamos vestidos como un domingo de iglesia, mi madre obligóme a vestir formal, de corbata y toda la cosa. Ella portaba en la cabeza una boina café en combinación con la falda y el abrigo de lana. Estábamos al límite de lo aburrido. Interpreto que mi madre creía asistir a un funeral por adelantado. ¡Que patético! Pensé.
Hora y media permanecí sentado al lado de mamá. Cristina y yo sólo escuchábamos sus convalecencias. Era como para pegarse un tiro. Pobre de Cristina, tenía que soportar a cada chismoso amigo de Frida. Pobre de Frida, querría soportar a cada uno de sus amigos chismosos. Imaginé en esos momentos lo lamentable que resultaría para un artista postrarse en una cama así, sin nada mejor que hacer. Doliéndose únicamente, soportando el tiempo.
¿Puede soportar más de lo que ya soporta? ¿Podría yo a caso distraerle el pensamiento con alguna intromisión? Pensé mientras hablaba mamá como una de las loras de Frida y Cristina resistía la tortura perpetuada. Interrumpí abruptamente.
-Lo siento. Necesito el cuarto de baño Cristina ¿podría decirme cómo llegar? Dije al levantarme de aquella incómoda silla de madera apolillada.
Sin contratiempos asomó la cabeza Cristina, señaló con el brazo la dirección.
-Salte, caminas un poco a la derecha y listo. Indicó la incómoda hermana.
Ver a Frida, era esa mi idea. Mucho menos aburrido resultaba para mí e, imaginé gustosa a la Kahlo de verme. Como por inercia caminé, no al cuarto de baño, sino al cuarto de Friducha. Sin saber a ciencia cierta la reacción de Frida, arranqué una rosa del jardín para dársela. Me sentí avergonzado al tener en mano aquella rosa cortada. ¿Pensará que la traje de fuera?, ¿reconocerá las flores de su propia casa? Estuve a punto de tirarla. En la solapa del traje decidí ponerla. Paso a paso caminé, lento, tímido hasta llegar.
Desde fuera llamaba la atención, en lo alto de los muros yacían ollas de barro encajadas en piedra volcánica del Pedregal. La puerta de la habitación estaba entre abierta, miré sigilosamente. Allí estaba ella, postrada en la cama, desalineada de pies a cabeza, cubierta por una manta de colores mexicanos: verde perico, rosa enaguas, amarillo girasol. El cabello suelto, negro como el alma del infierno, la mirada seca, cubierta por sus cejas tristes.
Abrí la puerta esperando indecencias; nadie con buen juicio esperaría ser bien recibido por un convaleciente, lo de menos era esperar honrosas groserías. Dormía, o al menos eso parecía; se veía exhausta. Mis ojos se depositaron inmediatamente en los detalles: en el techo de su cama había caracoles marinos y un espejo. Desperdigados en cada rincón instrumentos de pintura, describía aquella imagen el verdadero estudio de trabajo de un artista. Moderadamente amplio el lugar, olía a encierro, al encierro de un alma libre.
Le daba la espalda a Frida. La curiosidad que sentí en esos momentos estuvo cerca de convertirse en morbo, por instantes la cordura me obligaba a salir de allí con latigazos aguerridos. Giré el cuerpo, posteriormente la cabeza. Un susto cambióme la tez de color, Frida me miraba silenciosa. ¿Se daría cuanta de mi presencia desde un principio o la habría despertado? Era lo de menos. Tenía abiertos los ojos, serena. Me quedé mudo, inmóvil.
-Hooola. Me atreví a decir. Con voz casi imperceptible contestó el saludo:
-¿Curioseando? Bajé el rostro apenado.
-Vine a saludarte, a ver cómo seguías y, según ha dejado mi atrevimiento, a molestarte.
-Nunca será molestia saludarte. Con mucho mejor tono continuó la conversación. Sonaba cansada, pero como siempre irradiaba luz, aún cuando se encontraba sumergida en la oscuridad.
-Imaginé que podría verte, quería hacerlo. Y quizá podría hacerte sentir mejor una visita.
-Sabes siempre arreglártelas para salirte con la tuya, ¿se quedaron solas? Por primera vez descalifiqué mi obstinado comportamiento, pero eran tantas mis ganas por verla…
-Hazme hablar, extraño las conversaciones oportunas. En el rostro de la mujer se dibujo una sonrisa.
Seguro mi cara representaba la desesperación de cualquier historiador al conocer al personaje anhelado. La diferencia era que ya la conocía, era Frida decreciendo. Pensé en aprovechar aquellos instantes como si fueran la última gota de agua en el desierto. Enfrente una gran artista, mi pintora favorita y amiga. Qué preguntar. No había mucho tiempo para pensarlo, seguramente comenzarían a preguntarse por mí las mujeres que dejé a solas; con toda la confianza que la adversidad regala, intenté resumirlo todo. Dije en tono melancólico, como en espera de la última pronunciación en el final de los tiempos:
-Háblame de tu más grande pasión y más fuerte dolor, cuál es tu obra preferida, por qué la pintura y no otro arte. Se notaba mi sed por Frida. Era para mi fuente de inspiración.
-He tenido dos pasiones: Diego y la pintura. Pinto siempre que puedo. Te habrás dado cuenta ya de eso. Y al panzón lo amé desde que lo conocí. Dos han sido mis más grandes dolores: el accidente del tranvía y Diego. Ese sapo me ha provocado las más grandes depresiones. Más fuertes son los dolores del corazón. ¡Estupideces de enamorados! Yo por desgracia soy una estúpida enamorada. Siguió hablando sin parar.
-Ahora no sé, pero en su momento “Las dos Fridas” despertó en mí sentimientos inéditos. Suena egocéntrico, mi trabajo podría resultar ególatra para muchos, nunca me importó lo que pensaran los demás. Los cumplidos fueron siempre insoportables. ¡Pinches críticos!
Aquellas palabras la agotaron visiblemente, la Frida incontenible estaba desapareciendo. Yo, estupefacto. Erguido allí, sin poder moverme, como si el mundo entero reposara en mis hombros.
-¿Por qué la pintura y no otro arte? Te subestimé. ¿Por qué subir y no quedarse abajo con tu madre y con Cristina? Así como tu curiosidad, grande es el gusto de un artista. De nueva cuenta bajé el rostro apenado.
-¿Tienes miedo? Pregunté.
-Espero que la partida sea jubilosa y espero nunca volver.
Súbitamente abrió la puerta Cristina, parecía preocupada:
-Tu madre está esperando abajo, será mejor que la alcances. Por un momento se miraron. Frida mantenía la sonrisa.
Todo se fue líquido desde ese momento. Más rápido que un rayo desaparecí no sin antes decir adiós. Seis días después Frida murió.
México distrito Federal, diciembre 1953.
“A los seis años tuve mi primera cita con el dolor cuando la polio me atacó, retrasándome tres años de escuela y dejándome la pierna derecha más flaca que la otra; a los 18 años y no a los 16 como se creyó, me cité con el dolor por segunda vez cuando el autobús en el que viajaba junto a mi novio, chocó con un tranvía. Quedé en piezas como los pollos para freír.” Una vara de metal le entró por un costado saliendo por la vagina, haciéndole perder la virginidad “sin reproches” como ella solía decir riéndose. El suceso provocóle once fracturas en la pierna, la ruptura de la columna vertebral, la clavícula, dos costillas, la pelvis en tres partes y un pie aplastado. Hablaba del suceso siempre, entre triste y orgullosa durante todas y cada una de las comidas o fiestas con amigos. Sin embargo nada la detuvo, a pesar de haber quedado “como piltrafa”, cubierta de yeso y confinada a un aparato ortopédico, comenzó a pintar sus primeras obras. Su gran sentido del humor le hacía tomar sus vicisitudes con gracia y alegría.
Al recuperarse del accidente Kahlo buscó a Diego Rivera -“el panzón”- en la Escuela Nacional Preparatoria de la cuidad de México donde ella estudió y él pintaba murales. Le mostró algunas de sus obras solicitándole su opinión sincera y lo invitó a visitar la casa azul para ver el resto de sus pinturas. Fue así como Rivera empezó a cortejarla.
“Me di cuenta de que el hombre me gustaba, a pesar de ser mayor, bebedor, con cara de rana y para colmo comprometido con Lupe Marín, quién le celaba hasta con el aire.” Me confió durante uno de los fines de semana en que compré flores de colores para llevarle y alegrarle el encierro. Día y noche pasaba postrada en la cama, pobre. Cuando Diego se enamoró de Frida, echó a un lado a su amante (con la que tuvo dos hijos). A los 22 años, Kahlo contrajo nupcias con el muralista y también comunista, no sin que antes la enardecida Lupe Marín se fuera a hacerle un escándalo a Frida. “Fue todo un bochinche, Lupe se levantó la falda para gritarme que ella tenía más dotes para complacer a Diego.” Casi nunca contaba eso, siempre le dio vergüenza aquél “infortunio de borrachos”. El matrimonio Kahlo-Rivera se divorció a finales de 1939 para volverse a casar aproximadamente un año después.
Se decía que el divorcio fue causado por las constantes infidelidades de Rivera. “Siempre valoré mucho más su lealtad; Diego no sabe de eso, cogía con cualquiera, me sentí defraudada cuando se acostó con Cristina, mi hermana”. Con mirada cómplice y pícara decía la Kahlo mientras se acicalaba en cabello: “Estaba al tanto, no le daba tanta importancia pues me las supe arreglar también.”
Entre 1930 y 1933 la pareja vivió en Estados Unidos, donde Diego pintó murales en San Francisco, Detroit y Nueva York. Frida volvió a México únicamente por cinco semanas, tiempo que pasó en la casa azul a raíz de la muerte de su madre. A su regreso a México la pareja se instaló en una casa en San Ángel.
León Trotsky, héroe de la Revolución de Octubre exiliado del régimen stalinista soviético, consiguió en 1937 asilo político e invitación como huésped del gobierno mexicano, gracias a las gestiones de Diego Rivera frente al presidente Cárdenas. El matrimonio Trotsky vivió en la casa azul, en ese entonces propiedad de Guillermo Kahlo, los Rivera vivían en la casa de San Ángel. Durante la estadía del revolucionario, Frida y él compaginaron ideológicamente y vivieron además un escandaloso romance.
Contaba de sus viajes: “en Francia, André Breton, poeta y amigo llamó a mis pinturas `una bomba envuelta en cintas elegantes´ y Picasso me llevó a cenar”. Pero Frida jamás perdió su sencillez, se mostraba inmensamente accesible. Ataviada con trajes típicos, colmada de collares y anillos, era una mujer exóticamente atractiva. Tuvo numerosas mascotas, desde monitos y loras hasta un gato que se le dormía encima del pie que le sería amputado por gangrena.
Diego y Frida contrajeron matrimonio por segunda vez a principios de 1941, poco antes de la muerte del padre de Frida. “Acepté con la condición de que Diego me permitiera mantenerme económicamente yo sola”. El matrimonio se instaló de nuevo en la casa azul. En aquella época recibieron distinguidos visitantes, entre ellos figuraron amistades como Concha Michel, Dolores del Río, María Félix, Lucha Reyes y Chavela Vargas.
En el año de 1943, a sus 33 años de edad Frida fue nombrada profesora en la Escuela de Pintura y Escultura de La Esmeralda; al poco tiempo dejó se asistir a causa del estado de su salud y sus alumnos se trasladaron a Coyoacán para recibir sus lecciones. El grupo se redujo a cuatro jóvenes apodados “Los fridos”, a los que instalaba en el jardín de la casa con sus caballetes, o acompañaba a pintar a sitios cercanos.
Frida expuso en tres ocasiones. Organizó las exposiciones de Nueva York de 1938 y de París de 1939. En abril de 1953 expuso por primera vez en la galería de Arte Contemporáneo de la Ciudad de México. Dado que su salud iba de mal en peor, Frida hizo que la llevaran a la galería a bordo de una aparatosa ambulancia con las sirenas prendidas. Echada en una camilla con el porte de una reina, brindó, bromeó y cantó con sus admiradores, la exposición fue un éxito.
Tras la exposición, Kahlo tuvo que soportar que le amputaran la pierna derecha hasta la altura de la rodilla. “Mejor así, apesto a perro muerto o puta sin lavar” bromeaba. La amputación le sumió en una fuerte depresión, intentó auto eliminarse dos veces, pero fracasó.
Su historia es muy triste, pero bien apasionada a la vez. Nunca dejará de sorprenderme su increíble fuerza. A raíz de su nueva peripecia fui con mamá a visitarla el pasado cinco de julio, mi madre habló con Cristina, Frida está grave. Al igual que el día de su exposición en la galería de Arte Contemporáneo, hizo que en cama la llevaran a unirse a la manifestación contra la caída del gobierno izquierdista de Jacobo Arbenz de Guatemala. ¡Lo comunista no se lo quitaban ni aunque llovieran meteoritos! Esa Friducha no tuvo pudor, apenas comenzaba su recuperación de la bronconeumonía y desobedeció las órdenes del médico de nuevo. Jamás olvidaré la última vez que hablé con Frida.
Eran las cuatro o cinco de la tarde, la luz del sol era amarillo ocre, todo de oro parecía en la ciudad a esas horas. Cristina nos recibiría en el vestíbulo de la casa azul. Mi madre insistía en ver a Frida, creía que en cualquier momento sería la última oportunidad de verla. Ante nosotros (mi madre y yo) celosas las puertas de madera en la entrada. Tocamos, abrió Cristina. Había sonrisas en su rostro, pero la solemnidad de la absoluta resignación la invadía ya.
El patio del inmueble, como de costumbre, estaba lleno de colores, flores, adornos y esculturas; como de puntitas, con el estilo más elegante que conozco, un pavor real caminó al rededor de los cactus. La casa estaba decorada con artículos de arte popular mexicano: exvotos, judas de carrizo y papel encolado, juguetes de feria, muebles de ocote y oyamel, muertes de yeso, de alambre, de cartón, de azúcar, de papel de China; papeles recortados, petates, sarapes, huaraches, flores de papel y de cera, tocados, matracas, piñatas y máscaras; fotografías de seres queridos, armarios y repisas con figuras prehispánicas. Estaba viva, la casa estaba viva igual que Frida Kahlo.
Íbamos vestidos como un domingo de iglesia, mi madre obligóme a vestir formal, de corbata y toda la cosa. Ella portaba en la cabeza una boina café en combinación con la falda y el abrigo de lana. Estábamos al límite de lo aburrido. Interpreto que mi madre creía asistir a un funeral por adelantado. ¡Que patético! Pensé.
Hora y media permanecí sentado al lado de mamá. Cristina y yo sólo escuchábamos sus convalecencias. Era como para pegarse un tiro. Pobre de Cristina, tenía que soportar a cada chismoso amigo de Frida. Pobre de Frida, querría soportar a cada uno de sus amigos chismosos. Imaginé en esos momentos lo lamentable que resultaría para un artista postrarse en una cama así, sin nada mejor que hacer. Doliéndose únicamente, soportando el tiempo.
¿Puede soportar más de lo que ya soporta? ¿Podría yo a caso distraerle el pensamiento con alguna intromisión? Pensé mientras hablaba mamá como una de las loras de Frida y Cristina resistía la tortura perpetuada. Interrumpí abruptamente.
-Lo siento. Necesito el cuarto de baño Cristina ¿podría decirme cómo llegar? Dije al levantarme de aquella incómoda silla de madera apolillada.
Sin contratiempos asomó la cabeza Cristina, señaló con el brazo la dirección.
-Salte, caminas un poco a la derecha y listo. Indicó la incómoda hermana.
Ver a Frida, era esa mi idea. Mucho menos aburrido resultaba para mí e, imaginé gustosa a la Kahlo de verme. Como por inercia caminé, no al cuarto de baño, sino al cuarto de Friducha. Sin saber a ciencia cierta la reacción de Frida, arranqué una rosa del jardín para dársela. Me sentí avergonzado al tener en mano aquella rosa cortada. ¿Pensará que la traje de fuera?, ¿reconocerá las flores de su propia casa? Estuve a punto de tirarla. En la solapa del traje decidí ponerla. Paso a paso caminé, lento, tímido hasta llegar.
Desde fuera llamaba la atención, en lo alto de los muros yacían ollas de barro encajadas en piedra volcánica del Pedregal. La puerta de la habitación estaba entre abierta, miré sigilosamente. Allí estaba ella, postrada en la cama, desalineada de pies a cabeza, cubierta por una manta de colores mexicanos: verde perico, rosa enaguas, amarillo girasol. El cabello suelto, negro como el alma del infierno, la mirada seca, cubierta por sus cejas tristes.
Abrí la puerta esperando indecencias; nadie con buen juicio esperaría ser bien recibido por un convaleciente, lo de menos era esperar honrosas groserías. Dormía, o al menos eso parecía; se veía exhausta. Mis ojos se depositaron inmediatamente en los detalles: en el techo de su cama había caracoles marinos y un espejo. Desperdigados en cada rincón instrumentos de pintura, describía aquella imagen el verdadero estudio de trabajo de un artista. Moderadamente amplio el lugar, olía a encierro, al encierro de un alma libre.
Le daba la espalda a Frida. La curiosidad que sentí en esos momentos estuvo cerca de convertirse en morbo, por instantes la cordura me obligaba a salir de allí con latigazos aguerridos. Giré el cuerpo, posteriormente la cabeza. Un susto cambióme la tez de color, Frida me miraba silenciosa. ¿Se daría cuanta de mi presencia desde un principio o la habría despertado? Era lo de menos. Tenía abiertos los ojos, serena. Me quedé mudo, inmóvil.
-Hooola. Me atreví a decir. Con voz casi imperceptible contestó el saludo:
-¿Curioseando? Bajé el rostro apenado.
-Vine a saludarte, a ver cómo seguías y, según ha dejado mi atrevimiento, a molestarte.
-Nunca será molestia saludarte. Con mucho mejor tono continuó la conversación. Sonaba cansada, pero como siempre irradiaba luz, aún cuando se encontraba sumergida en la oscuridad.
-Imaginé que podría verte, quería hacerlo. Y quizá podría hacerte sentir mejor una visita.
-Sabes siempre arreglártelas para salirte con la tuya, ¿se quedaron solas? Por primera vez descalifiqué mi obstinado comportamiento, pero eran tantas mis ganas por verla…
-Hazme hablar, extraño las conversaciones oportunas. En el rostro de la mujer se dibujo una sonrisa.
Seguro mi cara representaba la desesperación de cualquier historiador al conocer al personaje anhelado. La diferencia era que ya la conocía, era Frida decreciendo. Pensé en aprovechar aquellos instantes como si fueran la última gota de agua en el desierto. Enfrente una gran artista, mi pintora favorita y amiga. Qué preguntar. No había mucho tiempo para pensarlo, seguramente comenzarían a preguntarse por mí las mujeres que dejé a solas; con toda la confianza que la adversidad regala, intenté resumirlo todo. Dije en tono melancólico, como en espera de la última pronunciación en el final de los tiempos:
-Háblame de tu más grande pasión y más fuerte dolor, cuál es tu obra preferida, por qué la pintura y no otro arte. Se notaba mi sed por Frida. Era para mi fuente de inspiración.
-He tenido dos pasiones: Diego y la pintura. Pinto siempre que puedo. Te habrás dado cuenta ya de eso. Y al panzón lo amé desde que lo conocí. Dos han sido mis más grandes dolores: el accidente del tranvía y Diego. Ese sapo me ha provocado las más grandes depresiones. Más fuertes son los dolores del corazón. ¡Estupideces de enamorados! Yo por desgracia soy una estúpida enamorada. Siguió hablando sin parar.
-Ahora no sé, pero en su momento “Las dos Fridas” despertó en mí sentimientos inéditos. Suena egocéntrico, mi trabajo podría resultar ególatra para muchos, nunca me importó lo que pensaran los demás. Los cumplidos fueron siempre insoportables. ¡Pinches críticos!
Aquellas palabras la agotaron visiblemente, la Frida incontenible estaba desapareciendo. Yo, estupefacto. Erguido allí, sin poder moverme, como si el mundo entero reposara en mis hombros.
-¿Por qué la pintura y no otro arte? Te subestimé. ¿Por qué subir y no quedarse abajo con tu madre y con Cristina? Así como tu curiosidad, grande es el gusto de un artista. De nueva cuenta bajé el rostro apenado.
-¿Tienes miedo? Pregunté.
-Espero que la partida sea jubilosa y espero nunca volver.
Súbitamente abrió la puerta Cristina, parecía preocupada:
-Tu madre está esperando abajo, será mejor que la alcances. Por un momento se miraron. Frida mantenía la sonrisa.
Todo se fue líquido desde ese momento. Más rápido que un rayo desaparecí no sin antes decir adiós. Seis días después Frida murió.
México distrito Federal, diciembre 1953.
Jamás hablé con Frida Kahlo, pero siempre la he admirado.©